miércoles, 30 de diciembre de 2009

Nacimiento

No todos los nacimientos son igualmente felices. En Rusia los popes ortodoxos, por aquello del calendario, estaban preparados para el nacimiento del niño Jesús, o Iesu, como supongo lo llaman. Los fieles ortodoxos, aún bajo el comunismo, rezaban con las cortinas cerradas para que sus paisanos ateos no los miraran mal cuando fueran a comprar el pan y el vodka. Anhelaban la llegada del dios que sólo había nacido una vez y algún día volvería. Un nacimiento celebrado y esperado, 1974 años después de su fecha oficial. Claro que cuando ese mismo niño nació, no fue recibido con tanta alegría. De entrada no había posadas, ni hospitales. Tuvieron que refugiarse en un establo. Si no habéis estado nunca en uno, creedme. Huelen mal. No sé con qué lavaron al niño, bueno, sí lo sé. Los envolvían en aceite, pero eso lo hacían en el templo. Lo ungían y con esa capa de grasa los protegían espiritual y físicamente. De cualquier modo seguro que José estaba pensando que vaya ocurrencias las del niño,venir en pleno viaje para empadronarse, con toda Belén llena de viajeros hasta los topes. Aunque puede que fuera un padre respetuoso y atento de los de la época, que estaba contento por poder disponer de otro varón para que trabajara para sus padres desde su tierna infancia, y no una niña que luego hay que dotar para que alguien la aguante.
El padre de Rosa se encontró con problemas similares. Al otro lado del Bosco, en la penísula ibérica, en plena hoya geográfica, su mujer decidió que ya había esperado suficiente, y se puso de parto.
-Vámonos Lola, anda, que quiero ver la cara de los niños cuando vean lo que les ha traído los reyes.
-No, Ramón, que no quiero yo dar a luz en el pueblo. Que pasa cualquier cosa y no hay allí médico.
-Pero si todavía te falta mucho. Yo te prometo que mañana, después de los regalos, te traigo.
La convenció y volvieron al pueblo. Así que Rosa, sin haber nacido aún, hizo el viaje que su madre, muchos años antes, realizaba periódicamente en la barriga de la suya. Fue hasta la capital y volvió. Seguro que pararon a tomar algo en el Molinillo, la Venta que estaba a medio camino entre el pueblo y la capital. Allí era donde se hacía noche en tiempos de su abuela, porque 55 kilómetros necesitaban dos días de camino en burra, y en algún sitio había que dormir.
La abuela de Rosa no iba a la capital por gusto. Ni tampoco porque fuera a parir al hospital. Iba a visitar a su marido, que estaba en la cárcel, por rojo. Cada semana, embarazada, salía del pueblo con la cesta llena de ropa limpia de su marido y tarros de conservas de carne y fruta, en el burro y sola. Al anochecer dormía en el Molinillo, donde pedía un bocadillo con jamón y una miaja de aceite. Por la mañana seguía su camino y antes de la comida llegaba hasta la cárcel. Veía a su marido y le entregaba lo que llevaba. No habría comido ni se habría mudado de ropa si no fuera por esas cosas. Recogía la ropa sucia y los tarros vacíos y de vuelta, dos días más. Paraba dos días en casa y de vuelta al camino.
La madre nació en algún lugar entre estos dos puntos. Pero su nacimiento no la salvó del viaje, ya que ahora iba en el canasto, envuelta en una sábana porque su piel se irritaba y no podían ponerle ropa. No es extraño que odie viajar hasta el día de hoy. Sencillamente no lo soporta.
Rosa, sin haber nacido aún, la hizo revivir aquella experiencia, una vez más. Puede que el marido quisiera llevarla de vuelta a la capital cuando los niños abrieron los regalos de reyes. Pero imagino que la madre, alérgica a cualquier viaje, negaría con la cabeza y diría que no podía más, que allí se quedaba, que si la niña quería nacer, que lo hiciera de una vez, pero ella no se subía una vez más en el coche. Otra vez no.
La niña nació en el pueblo, sin un hospital adecuado. Nació en el centro de salud, asistida por una comadrona, aunque ella siempre lo imagina en la casa de su abuela, con todas las ancianas del pueblo a su alrededor trayendo palanganas de agua y sábanas limpias. Con muy poca luz, en una habitación pequeña, llena de mujeres. Sin padre alguno para recibirla.
-Yo le dije, Ramón, vamos a quedarnos. -decía la madre entre grito y grito. -Pero no, tenía que venir a ver las caras de los niños. ¡Y ésta qué! Ay, Ay. Claro, como es la hija del cura...
Aparte de por la chispa sagrada que traía en su interior y por lo extraordinario de su nacimiento, Rosa tenía un origen sagrado ya por las historias que circulaban antes de que llegara a este mundo. La madre recordaba el momento de la concepción.
-Ramón, que no.
-Que no pasa nada, Lola. No te preocupes.
Pero fue que sí, y se quedó. Sin embargo el padre no consideraba que aquella única vez hubiera sido suficiente, y por si las moscas, empezó a sospechar de su honor y mirar con malos ojos al cura. Su mujer pasaba mucho tiempo limpiando la iglesia y ayudando a decorar con flores y velas el interior. El cura era un hombre joven y atractivo, al que la madre miraba con admiración por su capacidad para hablar con soltura y elegancia. Así que, de vez en cuando, cuando venía de tomar unas copas y la madre lo rechazaba, el padre arremetía contra ella acusándola de haberlo engañado, y de que lo que esperaba debía ser de otro, quizá era del cura, mala pécora. La madre lloraba incrédula y victimosa, con esas lágrimas que sólo las mujeres de su casa con buena conciencia pueden soltar para ablandar los corazones más sólidos. Al final el padre pedía perdón.
No sé lo que digo, no me hagas caso mujer, yo te quiero, y lindezas similares, hasta que conseguía su perdón y que la madre volviera a hablarle.
Así llegó Rosa al mundo, como un regalo de reyes tardío con paternidad dudosa. Una semilla de luz en medio de la oscuridad del mundo que estaba destinada a encontrar su camino sólo despues de largos peregrinajes de ida y vuelta a ninguna parte.

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