lunes, 25 de enero de 2010

Dibujitos en la piel.


Magdalena se despertó temprano, a las seis de la mañana como otras veces en que iban a Granada, al hospital. Desayunó churros con un colacao en el Río Verde. Luego venían las curvas, pero Magdalena nunca se mareaba. Se quedaba adormilada viendo cómo pasaban los árboles a izquierda y derecha.
-Mira la niña- decía su madre-. Es salir del pueblo y ya respira bien.
El hospital era enorme, estaba en medio de la ciudad, pero Magdalena siempre se maravillaba porque su madre, que no era de allí, se movía con seguridad por todas las callejuelas y nunca se perdía. El médico era muy amable. Estaba en una sala a la que nunca había ido y sacó un bolígrafo. Magdalena se entusiasmó cuando le pidió el brazo.
-Ahora te vamos a hacer un dibujito. ¿Quieres?
-Sí, sí.
-Quédate quietecita. Esto no te va a doler.
Ella sonrió, claro que no iba a doler, y observó maravillada cómo ese médico le hacía cuadradito tras cuadradito en el brazo con el bolígrafo. Cuando terminó había una cuadrícula muy bien trazada de color azul a lo largo de su brazo y la niña, muy contenta, se dirigió a la puerta.
-Espera, Magdalena. Falta una cosita de nada.
Una cosita de nada. La cogieron por sorpresa. No se lo esperaba. El médico había sido tan simpático que cómo iba la niña a imaginar que todo era una trampa. Le agarraron el brazo, y antes de que se diera cuenta de lo que estaba pasando empezaron a pincharle. Cada cuadrado, un pinchazo, cada cuadrado, un pinchazo.
Así hasta por lo menos cien o mil. Para calmarle la llorera, le regaló las jeringas, sin las agujas claro, y una piruleta. Pero Magdalena se enfadó muchísimo. ¡La habían engañado! ¡Le habían dicho que no le dolería nada! ¡Y vaya si había dolido!
Así que la siguiente vez que se encontró con un médico, su reacción fue bastante razonable. Cuando el practicante sacó la aguja para ponerle la vacuna, Magdalena se soltó de la mano de su madre y salió corriendo como alma que lleva el diablo mientras gritaba ¡Noooooooooo!. No hubo forma de retenerla. Magdalena recuerda la enorme figura de su madre corriendo detrás de ella, absolutamente sorprendida porque la niña era lo más calmado del mundo. Cuando al fin la agarraron, gritó tanto y tan fuerte que el médico prefirió no pincharla, no fuera que se rompiera la aguja.
Es verdad que dos días después, cuando su madre le explicó por qué era necesario que la pincharan, la niña volvió, pidió disculpas, y puso su brazito a disposición del médico. Es verdad que la pincharon y que luego le dolió el bulto que le salió. Pero hasta el día de hoy esa carrera por los pasillos del ambulatorio le sabe a Magdalena a triunfo. A mí, dice la mujer en la que se ha convertido, sólo me engañan una vez. ¡La segunda no!

viernes, 22 de enero de 2010

El sueño de Córdoba


En la ciudad de Córdoba doce niñas se preparaban para dormir. Doce niñas en doce camitas. Vestidas con doce camisoncitos de florecitas rosas. Llevaban doce moños de color azul, doce moños deshechos, con doce mechones que caían sobre sus pequeñas caritas. Magdalena respira con dificultad, oscuros cercos alrededor de los ojos y el aroma del vipsvaporú extendiéndose desde el pecho. Arenal imagina, percibiendo los cuatro angelitos que tiene su cama, sabiendo que se la guardan. Noreña se ha perdido en una espacio inmenso de su interior lleno de extrañas intuiciones. Albaida flota feliz en una nube de cuento donde las palabras cobran vida. Golondrina suspira cuando el roce de la sábana le despierta un escalofrío en la piel. Fidiana lleva en el alma la canción del universo y sabe que es escuchada. Trinidad piensa en la semilla que ha plantado esta mañana en una maceta. Fuensanta se tapa hasta el cuello, con las sábanas bien remetidas para que no venga una mano y se la lleve. Reina sabe que es el momento de descansar. Viñuela se pregunta por qué el vino de la escalera ahora huele a vinagre. Azahara escribe un ratito en su libreta donde quiere llegar a plasmas todos los números del mundo, 122, 123, 124... Y Rosa, sencillamente, es.
Doce niñas en la ciudad de Córdoba se meten en sus camitas, y un sueño se expande sobre sus barrios y toca cada una de sus cabecitas.
Doce sueños se deslizan por el subterraneo del gran caserón. Allí, bajo la paja, descubren una trampilla. Doce niñas la abren y descienden. Muy, muy abajo. Y atraviesan los túneles.
Una gran conmoción se despierta entre la gente. Allí, en el mueble bar de la casa, han descubierto un ascensor que desciende profundo, muy profundo en el fondo de la tierra. Los hombres del lugar se reúnen. Discuten durante horas sobre quién bajará para ver a dónde va, pero tienen miedo. Córdoba, una niña pequeña, se adelanta cuando todo parece perdido y dice: "Yo iré". En el pueblo no acaban de creérselo. Discuten su valor y la conveniencia de que haga el viaje, pero no pueden impedírselo. La niña se adelanta hasta el mueble bar y entra, cerrando la puerta tras ella. El diminuto cubículo se mueve con un chirrido de maquinaria oxidada. Desciende por paredes deslucidas, cada vez más extrañas, hacia dentro, muy adentro. Cuando se detiene, la niña baja del ascensor y observa. Unos hombres gordos y fuertes, muy grandes, usan látigos contra escuálidas mujeres que se arrastran picando en una mina. La niña se queda horrorizada, y antes de que se dé cuenta, salta encima de uno de aquellos monstruos y empieza a pegarle en la cabeza. Parece un mosquito encima de una araña, pero las mujeres, esclavizadas, se vuelven a mirarla. Mira, dice una, esa niña tiene más valor que todas nosotras. Y la otra dice, podríamos pelear. Al fin y al cabo, no son tantos. Y las mujeres cogen los picos y los usan contra los hombres que las machacan, y Córdoba ya no está sola en esa pelea. Todas juntas lo consiguen, rompen las cadenas y aclaman a Córdoba por enseñarles el camino. La niña sube de nuevo en el ascensor, y es recibida con fanfarrias y guirnaldas lanzadas al viento.
Doce niñas despiertan en sus camitas, doce niñas con doce camisoncitos. Sonríen.

viernes, 8 de enero de 2010

Método para estudiar oposiciones

En muchas, muchas ocasiones a lo largo de su vida, Azahara había escuchado esta frase: Y tú, ¿por qué no estudias oposiciones?
Azahara siempre negaba con la cabeza. Enérgicamente. No, decía, yo aspiro a algo más.
Pero ese algo más se escapaba, huía como una lombriz en medio de la oscuridad. Y un día desapareció del todo. Sólo quedó una sensación de vacío, de falta de valía. Azahara sentía que no valía para nada. Los años pasaban y sus opciones de encontrar trabajo disminuían de forma inversamente proporcional a su edad. Pronto dejaría de ser una joven promesa, para convertirse en una mujer mayor, sin oficio ni beneficio.
Muchas personas desean ser funcionarios. Lo ven como la mejor promesa que nuestra sociedad puede ofrecer. Azahara no. Ella soñaba con otros mundos, y los visitó, intentando atraparlos. Todos huían entre sus manos como agua. La verdad es que no puedo decir más que cuando tomó la decisión estaba desesperada. Necesitaba que algo, aunque fuera una cosa, le saliera bien en su vida. No podía seguir arrastrando resultados desastrosos de sueños imposibles.
Azahara cogió toda su vida anterior y la encerró en cajas cuidadosamente guardadas en un trastero. Sólo se llevó lo que cabía en el maletero de su viejo bluebird, un coche de tercera mano con tantas abolladuras que no querían ni asegurarlo. Y armada sólo con el temario de las oposiciones de psicopedagogía y su desesperación existencial, se dispuso a esperar su turno para entrar en la barriga del enorme buque que hacía el trayecto Santa Cruz de Tenerife-Cádiz.

miércoles, 6 de enero de 2010

Autobiografía

Albaida tiene 35 años, pronto cumplirá los 36. Su aspecto es el de una mujer más joven. Cada vez más de una edad indefinida. Se puede decir que es escritora, aunque lleva un tiempo sin escribir nada. Tiene dos novelas paradas, novelas para jóvenes, una de fantasía y otra de ciencia ficción, aunque ambos temas tienen, sobre todo, magia.
Albaida quiere escribir su autobiografía, pero le cuesta, porque en ella habitan muchas personas diferentes, cada una con su propia historia. A menudo cuenta los años que ha tardado en hacer cada cosa, los años que ha vivido en cada ciudad, y no le salen las cuentas. De alguna forma, en cada una de las mujeres que la habitan, existen miles de acontecimientos que no han podido convivir en el tiempo. Y, sin embargo, lo han hecho.
Cuando su mejor amiga le dijo que iba a empezar un blog, Albaida decidió que ya era hora de intentarlo. Intentar poner en palabras lo que tanto le ha tocado vivir.
Cuando era niña los cuentos desaparecían, así que en algún momento decidió que si vivía esos cuentos, si trazaba en su memoria cada una de las historias, viviéndolas con la suficiente intensidad, no podrían desaparecer, ya que estarían grabados con su sangre. Ahora ha llegado el momento de contarlos, porque ya nadie puede arrebatárselos. Ya no.
Albaida ha tenido muchos nombres antes de ahora, pero quiere uno nuevo. Un nombre que pueda expresar lo que quiere contar. Mira a su alrededor, en el despacho de su piso alquilado hace sólo un par de meses. En la pared hay dos pósters, un mapa comercial y un dibujo. Los dos de Córdoba.
Córdoba, piensa, ese será mi nombre.
Y abre el blog, y escribe que quiere escribir, y se da cuenta de que no puede contar de forma lineal lo que ha ocurrido en tiempos simultáneos. Cada historia se cruza con las demás, pero tienen lineas diversas. Y busca en Google los barrios de Córdoba, y elige doce nombres. Doce nombres femeninos para doce historias. Doce barrios para una sola ciudad en la que Albaida, lo sabe bien, se ha convertido hace mucho tiempo. Algo tan sólido que no se puede perder. Sólo hacen falta ganas de perderse en sus calles para conocerla.
Bienvenida seas, tú que lees.