
Magdalena se despertó temprano, a las seis de la mañana como otras veces en que iban a Granada, al hospital. Desayunó churros con un colacao en el Río Verde. Luego venían las curvas, pero Magdalena nunca se mareaba. Se quedaba adormilada viendo cómo pasaban los árboles a izquierda y derecha.
-Mira la niña- decía su madre-. Es salir del pueblo y ya respira bien.
El hospital era enorme, estaba en medio de la ciudad, pero Magdalena siempre se maravillaba porque su madre, que no era de allí, se movía con seguridad por todas las callejuelas y nunca se perdía. El médico era muy amable. Estaba en una sala a la que nunca había ido y sacó un bolígrafo. Magdalena se entusiasmó cuando le pidió el brazo.
-Ahora te vamos a hacer un dibujito. ¿Quieres?
-Sí, sí.
-Quédate quietecita. Esto no te va a doler.
Ella sonrió, claro que no iba a doler, y observó maravillada cómo ese médico le hacía cuadradito tras cuadradito en el brazo con el bolígrafo. Cuando terminó había una cuadrícula muy bien trazada de color azul a lo largo de su brazo y la niña, muy contenta, se dirigió a la puerta.
-Espera, Magdalena. Falta una cosita de nada.
Una cosita de nada. La cogieron por sorpresa. No se lo esperaba. El médico había sido tan simpático que cómo iba la niña a imaginar que todo era una trampa. Le agarraron el brazo, y antes de que se diera cuenta de lo que estaba pasando empezaron a pincharle. Cada cuadrado, un pinchazo, cada cuadrado, un pinchazo.
Así hasta por lo menos cien o mil. Para calmarle la llorera, le regaló las jeringas, sin las agujas claro, y una piruleta. Pero Magdalena se enfadó muchísimo. ¡La habían engañado! ¡Le habían dicho que no le dolería nada! ¡Y vaya si había dolido!
Así que la siguiente vez que se encontró con un médico, su reacción fue bastante razonable. Cuando el practicante sacó la aguja para ponerle la vacuna, Magdalena se soltó de la mano de su madre y salió corriendo como alma que lleva el diablo mientras gritaba ¡Noooooooooo!. No hubo forma de retenerla. Magdalena recuerda la enorme figura de su madre corriendo detrás de ella, absolutamente sorprendida porque la niña era lo más calmado del mundo. Cuando al fin la agarraron, gritó tanto y tan fuerte que el médico prefirió no pincharla, no fuera que se rompiera la aguja.
Es verdad que dos días después, cuando su madre le explicó por qué era necesario que la pincharan, la niña volvió, pidió disculpas, y puso su brazito a disposición del médico. Es verdad que la pincharon y que luego le dolió el bulto que le salió. Pero hasta el día de hoy esa carrera por los pasillos del ambulatorio le sabe a Magdalena a triunfo. A mí, dice la mujer en la que se ha convertido, sólo me engañan una vez. ¡La segunda no!